A mediodía, andaba perdida en el, cada día más extraño para mi, laberinto de los pasillos de un supermercado. Una madre hablaba a su hija con un tono deliveradamente alto para que cualquiera pudiera oirla (incluso yo, que intentaba sin éxito averiguar si había lentejas ecológicas en algún estante - y esto necesita de una gran concentración). La mujer decía:
- No, eso no, tú no puedes comer eso porque eres celiaca.
- No, tú no puedes comprar eso.
Había en el tono de la mujer una cierta satisfacción al negarle a la chiquilla (de unos cuatro años) algo de bollería. La voz de la mujer siguió martilleando los corredores del supermercado, y podía ser oída a distancia. Había dos cosas claras:
- La madre quería que supiésemos que la niña era celiaca.
- Ponía en esa condición o situación de la hija, especial importancia.
Al dirigirme a la caja (sin lentejas, por cierto) volví a cruzarme con ellas. Ahora la mujer estaba aconsejando a una anciana (tanbién a gritos) sobre la compra de leche sin gluten (ya sé, yo tampoco lo entendí). Pero dijo una frase que me chirrió tanto que os la traigo:
- No ve que yo sé de esto... Si mi hija es una enferma.
Y en ese momento tuve la certeza de que lo que esa niña tenía no eran problemas de salud, precisamente. Miré a la niña y pedí, en silencio, que encontara la manera de zafarse de esa madre. Le deseé la fuerza y rebeldía necesaria para no caer en el abismo de confudir enfermedad con identidad. Las mujeres hemos sido cuidadoras tradicionalmente, pero en ese rol se esconden grandezas y miserias (como en casi todos). No hay nada más delirante que creerse imprescindible para otro ser humano, y no hay excusa más brava que la de exigir amor por los cuidados que nos han dado, incluso los que no necesitábamos.
1 comentario:
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