La maternidad tranquila

La llegada de un bebé a la familia es, primero una bendición y después una oportunidad única de crecimiento. En mi segunda maternidad y mis 41 años la tranquilidad y el placer y la contemplación van de la mano. Sirva este espacio para reflexionar sobre la maternidad tranquila, sin culpas, sin expectativas, sin cargas innecesarias.
Tus aportaciones son bienvenidas, así que, si lo deseas, comparte-te, fluye y disfruta.
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viernes, 11 de enero de 2013

Enfermedad e identidad


A mediodía, andaba perdida en el, cada día más extraño para mi, laberinto de los pasillos de un supermercado. Una madre hablaba a su hija con un tono deliveradamente alto para que cualquiera pudiera oirla (incluso yo, que intentaba sin éxito averiguar si había lentejas ecológicas en algún estante - y esto necesita de una gran concentración). La mujer decía:
- No, eso no, tú no puedes comer eso porque eres celiaca.
- No, tú no puedes comprar eso.
Había en el tono de la mujer una cierta satisfacción al negarle a la chiquilla (de unos cuatro años) algo de bollería. La voz de la mujer siguió martilleando los corredores del supermercado, y podía ser oída a distancia. Había dos cosas claras:
- La madre quería que supiésemos que la niña era celiaca.
- Ponía en esa condición o situación de la hija, especial importancia.
Al dirigirme a la caja (sin lentejas, por cierto) volví a cruzarme con ellas. Ahora la mujer estaba aconsejando a una anciana (tanbién a gritos) sobre la compra de leche sin gluten (ya sé, yo tampoco lo entendí). Pero dijo una frase que me chirrió tanto que os la traigo:
- No ve que yo sé de esto... Si mi hija es una enferma.

Y en ese momento tuve la certeza de que lo que esa niña tenía no eran problemas de salud, precisamente. Miré a la niña y pedí, en silencio, que encontara la manera de zafarse de esa madre. Le deseé la fuerza y rebeldía necesaria para no caer en el abismo de confudir enfermedad con identidad. Las mujeres hemos sido cuidadoras tradicionalmente, pero en ese rol se esconden grandezas y miserias (como en casi todos). No hay nada más delirante que creerse imprescindible para otro ser humano, y no hay excusa más brava que la de exigir amor por los cuidados que nos han dado, incluso los que no necesitábamos.

martes, 10 de abril de 2012

Las hijas que son y las que nos gustarían que fueran

Hace unos meses Ileana Medina publicó un post titulado La madre que somos y la madre que queremos ser, que levantó bastante polvo en las redes sociales. Es verdad que no somos la perfección que proyectamos. Que nuestra mente nos dice ama incondicionalmente hasta el final y al momento desearíamos dejarlo todo (y cuando digo todo, es todo) por media hora de descanso en un sofá, una lectura o ver una serie ridícula de televisión. En cualquier caso, está claro que vivimos lo que hay en nuestro interior. No puedes vivir el amor incondicional si no te amas a ti misma incondicionalmente (con las sombras, los egoísmos, las contradicciones...)  De la misma manera, no podrás respetar verdaderamente a tus hijos hasta que no te respetes a ti misma, hasta que comprendas (no mentalmente, sino corporalmente) que significa la palabra Respeto (tan de moda en la crianza con apego). 

Pero es este caso, quiero hablar de las hijas que son y de las hijas que nos gustarían que fueran. Y voy a usar principalmente "hijas" porque la fusión que las madres sentimos con nuestros retoños, se forja especialmente intensa con las hijas. A ellas les transmitimos nuestra feminidad junto con la de nuestras antepasadas y, en una cadena, será ella quien la transmita a sus propias hijas. Cuando las niñas cumplen los seis años dejan atrás su primera infancia. Al mirar frente a frente a nuestras hijas, nos vemos reflejadas en nuestras carencias, traumas, inquietudes, temores y deseos incumplidos. Muchas hemos dejado nuestro trabajo y nos hemos centrado en dar todo el amor que necesitaban y requería una crianza más humana que la que nosotras mismas tuvimos. Una crianza, eso sí, llena de retos, altibajos, soledad y dolor; pero una crianza mucho más humana que la que nosotras tuvimos. Las hemos cuidado con esmero, les hemos dado pecho a demanda, las hemos arropado y abrazado hasta que ya no podíamos más y, ahora, cuando comienzan a crecer y dejar de ser las bebés dependientes y adorables que eran, miramos con estupor en qué se han convertido: Niñas que juegan con Barbies y Monster High, que les gusta pintarse y hablan de chicos a los siete años. U otras que asisten puntualmente a clase y se creen toda la disciplina escolar (incluso si los padres no se la creen) y enfocan su vida en los conocimientos académicos. Otras, tímidas y pérdidas, como si no pudieran encontrar, a pesar de todos los esfuerzos, la fuerza para salir adelante por sí mismas o las que se vuelven locas por la televisión y las golosinas. Hijas de madres vegetarianas que devoran bocadillos de jamón. Niñas criadas entre algodón orgánico que   lloran desconsoladamente delante de una tienda de los chinos. Niñas educadas con apego que presentan miedo escénico o dependencia...

Y las madres de las hijas algo mayores miramos incrédulas a nuestras criaturas sin saber bien qué ocurrió, dónde estuvo la falla, por qué ella no es como debía ser... ¿Cómo debía ser? Y entonces, una vez más, nuestras hijas, que en verdad son nuestras maestras, nos enseñan la lección. Ellas no han venido aquí para cumplir nuestros deseos ni cerrar nuestras heridas. Ellas están aquí para vivir su propia existencia. No vinieron a ser unas artistas sensibles y creativas por nosotras, ni a cambiar el mundo por nosotras, ni a despreciar las cosas que no nos gustan a los adultos, ni vinieron a ser más espirituales o mejores que nosotras... ¿Quién nos dijo que eso iba a ocurrir? Ni siquiera vienen a estar de acuerdo con nosotras ni mantener nuestros ideales o valores. 

Ellas son libres, espíritus de la vida que necesitaron de nuestros cuidados y protección durante los seis o siete primeros años. Ahora necesitan nuestra confianza y amor. Si durante la primera infancia, la base fue el cuerpo, el contacto, la leche y el calor; ahora, a punto de entrar en la pubertad, la base podría ser la aceptación. Aceptar que nuestra hija siente, vive, aprende, ama, desea de manera diferente a como nosotras lo hacemos. Aceptar que no redimiremos nuestro pasado a través de sus actos. Aceptar que la vida se nos ofrece en tonos y no en colores absolutos, que nuestra mirada no es la única, ni la mejor. Aceptar que el amor está por encima de las formas. Y, entonces, quizá las madres habremos aprendido otra lección.

Os dejo con unos versos que leo y releo a menudo.

“Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida,
deseosa de sí misma.

No vienen de ti,
sino a través de ti,
y aunque estén contigo,
no te pertenecen.
Puedes darles tu amor,
pero no tus pensamientos,
pues ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos,
pero no sus almas,
porque ellos
viven en la casa del mañana,
que no puedes visitar,
ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos,
pero no procures hacerles semejantes a ti,
porque la vida no retrocede ni se detiene en el ayer.

Tú eres el arco del cual tus hijos,
como flechas vivas,
son lanzados.
Deja que la inclinación,
en tu mano de arquero,
sea para la felicidad.”
Khalil Gibran (ensayista, novelista y poeta libanés)