Cuando devenimos
madres o padres, en el momento en que miramos por primera vez los ojos de
nuestro pequeño recién nacido, comenzamos a transitar por un camino de
esperanza y temores, alegrías y anhelos, descubrimientos y dolor.
Cuando nos
hacemos padres o madres, la vida nos
regala una segunda oportunidad para crecer, evolucionar y comprender mejor
nuestra propia biografía. Desde nuestro nacimiento, y a través de cada
interacción que mantenemos con nuestros padres, vamos configurando las bases de
nuestro estar en el mundo. Creamos una forma de relacionarnos en función
de estas interacciones primarias. En nuestro interior aguarda todo ese
contenido de reacciones, emociones y respuestas. Cuando somos padres, todo ese
mundo interior vivido en la primera infancia nos asalta y nos atrapa por
completo. La mayor parte de esas
interacciones y contenido forman parte de nuestro inconsciente, no están
elaborados de forma adulta, no hemos trabajado con ellas, ni las hemos visto ni
hemos podido trascenderlas. La madre y el padre de nuestra primera infancia, las
vivencias que tuvimos con ellos, están en nuestro interior agazapadas esperando
cualquier oportunidad para expresarse y ser representadas.
Solo así se
explica cómo es posible que muchas madres y padres que deciden educar desde la
crianza denominada natural o con apego, se encuentran con la desesperación,
accesos de ira y la sensación de agotamiento que acompañan a una crianza
exigente e idealizada que en nada (o en poco) se parece a su día a día.
Todo ese
contenido inconsciente puede manifestarse tanto en la repetición de la forma de
educación recibida como en la oposición y rechazo a esa misma forma. Un ejemplo: Si me han educado a golpes y yo concibo la vida
con ese nivel de violencia integrada, criaré a mi hijo con ese mismo índice. No
me saldré del guión de la educación recibida porque no tendré herramientas
necesarias para poder dilucidar y criticar el sistema impuesto. Cuando
interaccione con mi hijo, no sólo estaré yo (como su madre) sino también mi
madre y mi padre y las interacciones con ellos mantenidas que forman parte de
mi inconsciente. De esta manera, si le preguntas a muchos padres porqué pegan a
sus hijos, lo más probable es que repitan las mismas frases que sus padres les
decían a ellos y que han integrado como propias y pertenecen a su inconsciente.
Pero si después
de haber sido criada en la violencia y, tras un análisis de la situación que me
permite discernir un nuevo "correcto e incorrecto", yo decido educar a mis hijos
de forma diferente (sin usar la violencia física), cada vez que interacciono
con mis hijos, de igual manera que en el caso anterior, mi madre y padre
seguirán estando presentes en mi relación con él. Lo más probable es que
cuando me relacione con mi hijo en los momentos en que he de regular una
situación, no encuentre la fuerza adecuada para hacerlo porque temeré que mi acción sea interpretada como violenta. Seré una estilo de madre sobreprotectora, débil, manipuladora, pasiva... Y el resultado de esta actitud es
paradójico.
En mis cursos conozco a cientos de mujeres, muchas de las cuales
son madres. Y es habitual que, de vez en cuando, una madre de hijos (sobre todo
varones) cuente que se siente intimidada e, incluso, agredida por sus hijos adolescentes. Y todas aseguran haber tratado con respeto a esos niños, incluso
han cambiado de ciudad por ellos, les han educado como a ellas no les educaron antes, les han dado lo que tenían en sus manos, pero
ahora, reciben como respuesta violencia. Y es paradójico cómo esos niños que
nunca han sido maltratados físicamente, responden ahora con las armas que las
madres intentaban evitar a toda costa.
Cada respuesta que esa madre dé, no será la
respuesta que la situación realmente requiere, sino el producto de un contenido
(en gran parte inconsciente) de la relación con sus propios padres. Y esto
hace que, en primer lugar, nos agotemos física y emocionalmente intentando
sostener quienes no somos y, además, como en el ejemplo anterior, la
consecuencia es que no estamos “mirando” a nuestro hijo con una mirada neutra,
sino configurada por las experiencias pasadas.
Y esto crea en
los niños tensión, ira y abatimiento. Los niños saben que su madre y su padre
no lo oyen, no lo miran, no lo comprenden. Que cuando responden los adultos a
una demanda del niño, no están dando una respuesta correcta, sino viviendo en
la hipnosis del pasado y filtrando la información del “aquí y ahora” por
oscuros laberintos.
No hay reglas
para ser madres y padres. Pero señalaría como uno de los aspectos más
importantes de la crianza y la educación, es el ser adultos dispuestos a
crecer, incluso aunque duela, incluso aunque sea incómodo.
Entonces
podríamos decir: Hijo, no te he dado una infancia perfecta ni tu vida ha sido
un camino de rosas, pero lo único que puedo decirle ahora es que sigo
creciendo, que tu padre o tu madre se mira todos los días al espejo y se
respeta, que cada día, a pesar del dolor, me descubro y que mi “intento” es seguir avanzando para ser más
humana, más Yo… y en este camino, podré encontrarme de forma consciente y
objetiva con otro ser humano, que resultó ser mi hijo... al fin sin interferencias del pasado.
1 comentario:
¡Profunda reflexión, Mónica! Y creo que muy acertada.
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