
A veces la vida te regala enseñanzas en los sitios más dispares. Después de ver un documental sobre viticultura, un tema que, aunque interesante, no me apasiona, una de las últimas frases del documental quedó resonando en mi cabeza durante horas. Un viticultor, francés, de edad avanzada y aspecto honesto, hablaba mientras contemplaba los retratos de sus antepasados. Decía:
- En mi familia siempre hemos sido librepensadores. Mi abuelo ya lo era. Espero que mis hijos lo sean también.
El documental trataba de cómo la globalización estaba terminando con el vino. Con ese vino que ha tenido siempre, en la cultura Mediterránea, la consideración de néctar sagrado, de comunión con la naturaleza, de producto único cuyas propiedades derivan del sol, el aire, la tierra. Sin embargo, a través de un enrevesado sistema de críticas periodísticas, revistas especializadas y artificios técnicos y químicos, los vinos se parecían groseramente en todo el mundo. La pauta de este intento chiflado de unificar el paladar de los caldos proviene de un crítico norteamericano, un enólogo (especializado en química y física) y un gran imperio vitícola de Napa (California), propiedad de Robert Mondavi. Esta compañía, se ha extendido por todo el globo terrestre comprando los terruños centenarios y fabricando un vino adulterado y disfrazado. Los que entienden de esto se llevan las manos a la cabeza; los que no entendemos miramos con estupor cómo la globalización llega hasta uno de los productos más naturales y locales del mundo: el vino.

Así que, si hay una escalada en estos trastornos, igual es que hay un caldo de cultivo común, un sistema engrasado, como en el caso del vino, para que, lo que tendría que ser una vida saludable y plena de un Ser Humano único, se transforme en un enorme pozo sin salida en el que la identidad se pierde, para hacer del Ser Humano un vino violentado, insípido y artificioso.

- Mi familia siempre ha sido librepensante, mi abuelo ya lo era - decía el anciano – y espero que mis hijos también lo sean.
Esta frase se quedó en mi mente. El derecho a libre-pensar, a libre-sentir, a libre-vivir es lo que nos convierte en únicos, lo que nos hace humanos, lo que nos confiere una identidad que, como las suaves notas de grosella en un buen tinto, permanecerá en el paladar mucho tiempo después. Reivindicar el derecho a ser librepensador es una revolución interna. Pero reivindicar el derecho a que nuestros hijos lo sean, es una revolución que mueve los cimientos del sistema actual.
1 comentario:
Estas que te sales Mónica. Un brindis por ti y por estos niños librepensantes que cada vez serán más.
Estamos en el camino.
Felicidades por este artículo.
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