“La oscuridad
cae sobre una tarde de otoño. Estoy llorando a solas en el salón de casa. La
tristeza me invade y la soledad del mundo parece anclarse en cada suspiro. No
puedo contener el llanto que me desborda. Me siento abandonada y asustada.
Parece que cualquier cosa pudiera sucederme. Siento que estoy a punto de
desaparecer. Necesito un abrazo, un pecho, otro corazón latiendo junto al mío.
Tengo hambre de contacto, mi piel reclama a gritos otra piel en la que
descansar. Suena el ruido de la llave introduciéndose en la cerradura de la
puerta de la calle. Él llega a casa tarde, como siempre. Sus pasos se adentran en el pasillo y alcanzan la puerta del salón. Se paran y por un momento sé que oyen. Sus pasos
me escuchan llorar al otro lado. Abre casi sin ruido la puerta de
salón y un haz de luz rompe violentamente en las baldosas del suelo. Sus pasos
llegan a donde yo estoy:
- -- No pasa nada. Estoy aquí. – dice. Se ha detenido
frente a mi. No me toca. No me mira casi. No puedo ver sus ojos mientras habla.
Todo está oscuro.
Se da media
vuelta y sale del salón. Cierra la
puerta y sus pasos se alejan en dirección a la cocina. Sigo llorando, aún con más
desesperación. Creía que me abrazaría y me susurraría palabras de aliento, que
podría descansar la pena del mundo que arrastro en su hombro.
Entonces, de
repente, mis ojos se secan. Ahora lo veo claro.“
- Por eso estoy
aquí. Quiero el divorcio. - digo ante la incrédula mirada del
abogado.
- Está bien. ¿ Nombre de su marido? - Me pregunta.
- Estivill.
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